Desde hace muchos años, la fecha del primero de diciembre la tengo marcada en mi agenda como un día para andar con mucho cuidado y procuro quedarme en casita evitando cualquier incidente. En esta oportunidad me encuentro al final de una mudanza de domicilio y en un estado de nervios que sería la envidia de ZP. Lo peor del asunto es que no encuentro nada.Esa fecha tiene un "mal fario" que empezó, que yo recuerde, cuando el incendio de la "Sifo". Ningún familiar ni amigo me ha podido confirmar si mi desaparición (y posterior rescate) en el Pirineo, cuando tenía 12 años, coincide con esa fecha, aunque sospecho que sí.
Pero vayamos a los hechos sucedidos ese fatídico 1º de diciembre.
Como aficionado a la pesca deportiva, acepté con gusto la invitación del capitán Román para salir a por el famoso "carite rey" (king fish mackarel), bastante común en las costas de la península de Paraguaná (Venezuela). Salimos al amanecer, desde el muelle del Club Deportivo de la Refinería de Cardón, en el yate "Sifo", de 8 metros de eslora y considerado el más "pescador" por los socios del club. Ïbamos provistos de sendas cañas "Ted Williams", con sus carretes "Fin-Nor" y la adecuada carnada para la misión.
Después de alejarnos de la costa unas 20 millas, avistamos un cardumen. "Buena señal", dijo Román, tras lo que desplegamos nuestras cañas y nos aproximamos al ralentí hacia el banco de peces.
De pronto presenciamos una desbandada general. El motivo era lo que pudimos identificar como un enorme tiburón martillo que se acercaba al cardúmen provocando el pánico entre sus componentes.
Resolvimos pescar al intruso, cambiando los anzuelos y la carnada. Yo me hallaba a popa, al lado del barril de gasolina que habíamos llenado hasta el tope antes de salir del puerto. De pronto escuché un extraño sonido, a la vez que Román gritaba "¡Ésto se incendia!"
Me dí la vuelta y, efectivamente, salía un sospechoso humo por la cubierta, El humo iba acompañado de unas llamas y Román estaba buscando el extintor de incendios, mientras me pedía un hacha. Como no acostumbro a llevar ese utensilio en mis aventuras náuticas, le contesté que dónde diablos estaba el hacha. "¡Necesitamos abrir la cubierta para llegar al fuego con el extintor!. Entré en el camarote y sólo encontré un salvavidas de rueda, que tuve la precaución de guardarme. Mientras Román trataba de poner en marcha el extintor y comunicarse por radio con el puerto, sin éxito en ambos casos, las llamas hacían imposible continuar en cubierta, por lo que nos dirigimos a proa. Allí contemplamos la columna de humo, ya de tamaño considerable, que se dirigía al cielo. Según técnicos en la materia, el barril de gasolina no explotó por encontrarse completamente lleno.
A los diez minutos, resolvimos abandonar la nave porque las llamas ya avanzaban hacia nosotros. Nos lanzamos a las aguas procelosas del Caribe, unidos por el salvavidas.
La corriente nos iba separando del barco cuya completa destrucción podíamos contemplar asustados
En ese momento yo no podía quitarme de la cabeza al descomunal tiburón que habíamos intentado pescar y su posible venganza, pero mi compañero se dedicaba a rezar y a rogar por su próxima viuda y sus hijos. "Haz el favor de cerrar el pico y mantenerte quieto que nos va a captar el tiburón" le espeté, sin levantar mucho la voz.
Cuando nos habíamos remojado bien durante dos horas en aquellas templadas aguas, vimos cruzar el cielo a un avión. "Esa gente tiene que haber visto el fuego", le comenté a mi compañero (que seguia rezando, afortunadamente ahora en voz baja).
A pesar de la desagradable situación, en medio del Caribe y a la deriva, sin más ayuda que una pequeña rueda, algo me decía que todavía no había llegado mi hora. Si no hubiera sido por el pavor a los tiburones y otros depredadores que habitan en esas aguas, me habría sentido hasta cómodo (baño en aguas templadas y tomando el sol, ¡qué más se puede pedir!).
Mi optimismo se vió confirmado una media hora después cuando escuchamos el ruido de un motor que pronto se convirtió en una lancha de la compañía petrolera que acudía en nuestra ayuda.
Después de las preceptivas declaraciones en la llamada Capitanía del Puerto, pudimos regresar, todavía con el miedo en el cuerpo, a nuestros respectivos domicilios. Un whisky con agua de coco y unas almejas crudas con que me obsequiaron los amigos, contribuyeron a calmar mis inquietudes.
No volví a practicar el apasionante deporte de la pesca hasta diez años después, cuando me encontraba en Málaga. En esta ocasión no se incendió la lancha, pero estuvo a punto de zozobrar al llegar a puerto. Ni que decir tiene que resolví dejar en paz a los peces y volver a mi distracción habitual en las selvas africanas, mucho más seguras para la integridad humana.
Ad. He utilizado unas fotografías del internet ya que, durante el incidente relatado, ni mi compañero ni yo estábamos en condiciones de sacar fotos. Se aproximan bastante a los hechos.